A principios de la década de 1990, Mike Davis contempló en las políticas urbanas de Los Ángeles o Las Vegas, un mañana cuya violencia estructural superaba las angustias etnocéntricas y xenófobas destiladas por Ridley Scott en Blade Runner.
Los procesos de crecimiento económico y expansión urbana, junto con la gestión de la conflictividad social asociada a los problemas endémicos de las ciudades estadounidenses (racismo estructural, desigualdad económica, violencia social, desarticulación comunitaria y una esquelética estructura de servicios sociales), dibujaban un porvenir de desastre y profunda deshumanización.
Hoy, el prisma de Control Urbano es una lente de aumento sobre nuestro presente, dentro de un contexto globalizador que ha radicalizado las lógicas de segregación social y, con ellas, las desigualdades de clase, raza y género. La ciudad revanchista ha encontrado su relato perfecto en la utopía de la smart city, entronizada por los sectores adeptos a la industria tecnológica y la vigilancia masiva, que siempre encuentran en los pánicos sociales su mejor caldo de cultivo.
Nos enfrentamos a contextos urbanos entre el colapso, la degradación, la expulsión social masiva de los circuitos de consumo y del Capital, la crisis estructural de salud pública asociada a la degradación medioambiental, y unas clases medias atemorizadas por el final del mundo previsible. Un escenario donde la llamada «ecología del miedo», adquiere una vigencia renovada, que obliga a la construcción de alternativas de ciudad, directamente dependientes de leer críticamente un modelo urbano que produce fundamentalmente destrucción social.