Pocos dramaturgos contemporáneos pueden mostrar una obra tan versátil y rica en matices como la que, en su breve existencia, fue capaz de componer Federico García Lorca (1898-1936). Siguiendo el ejemplo de sus admirados maestros del Barroco —Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón de la Barca—, Lorca entendió el teatro como un vasto campo de experimentación, y dejó fluir su inspiración por cauces diversos: la comedia simbolista, el drama histórico, la farsa carnavalesca, el guiñol, la tragicomedia o la tragedia. En todas estas obras supo mantener el difícil equilibrio entre su innato afán renovador y su deseo de no distanciarse demasiado de sus receptores. Ello no le impidió abrir otra línea de vuelo más exigente y atrevido, con la que quería anticiparse al teatro de un tiempo futuro.
A esa intención de socavar el tablado escénico para que afloren las pasiones más escondidas responde el drama que el lector tiene en sus manos: El público, un texto anticonvencional, heterodoxo, maldito, el canto a una nueva comprensión no sólo de la escena sino también de la sociedad. El público habla del amor en su dimensión más abstracta y universal, aunque no cabe duda de que la singularidad de su texto depende, en buena parte, de la importancia que la temática homosexual cobra en este drama.