Frente a la mística de las palabras vacías, de los consuelos imposibles y de los premios o castigos de otro mundo, Epicuro levantó la firme muralla de un mensaje revolucionario. Con ello alumbró, de una luz distinta, la democratización del cuerpo humano, el apego a la vida y a la desamparada carne de los hombres, entre cuyos sutiles y misteriosos vericuetos alentaba la alegría y la tristeza, la serenidad y el dolor, la generosidad y la crueldad. Y, sobre todo, imaginó una educación y política del amor, única forma posible y esperanzada de seguir viviendo. Epicuro lanzó uno de los mensajes más creadores del pensamiento filosófico que, por razones no muy difíciles de entender, ha sido tergiversado por los que sintieron amenazada la hipocresía de la que se alimentan. La filosofía de la corporeidad y del placer no fue, en ningún momento, esa grosera versión ideológica que una buena parte de la tradición nos ha entregado. Entre otras muchas cosas, el epicureísmo nos puso en camino para superar, desde una revolucionaria idea de la existencia, la doble moral, la doble o múltiple verdad, bajo la luz que se levanta desde el reconocimiento real del cuerpo, de su libertad y de su forzosa y solidaria instalación en el mundo.