En la Italia de 1948 en la que todos parecen haber ganado la guerra, tres estudiantes universitarios de Turín sueldan amistades a base de hablar, callejear o pasear por el monte. Es verano; para ellos, el tiempo de no hacer nada. Apenas duermen, apenas pasan por casa, se dejan mantener. Una noche, mientras deambulan por las colinas al otro lado del Po, se encuentran con Poli, un señorito riquísimo, drogadicto y con crisis de identidad, amigo de infancia de uno de ellos. Durante el verano, vivirán la vida de los ociosos, de los malcriados; sienten la irresistible tentación de violar la norma, de ir más allá del límite en la búsqueda del vicio, que lleva a los más indefensos, a los más jóvenes, a ser arrollados. En la novela, Pavese nos describe tres lugares vitales: la ciudad de los amigos, la cotidianidad de los campesinos acomodados y la existencia en la lujosa villa en la que Poli intenta recuperarse de sus problemas (la cocaína, la bala que le disparó una amante despechada, el no saber qué hacer con su vida). Si la juventud ha cambiado desde 1948, cuando se escribió El diablo en las colinas, el miedo al deseo que retrata Pavese sigue siendo el mismo. E idénticas son las tensiones y fragilidades de una adolescencia soñadora, más inclinada a fantasear que a actuar, a la espera de un acontecimiento extraordinario que trastorne el aburrimiento de unos días siempre iguales.