En Grand Central Station me senté y lloré narraba, con un lenguaje lleno de imágenes tan originales como potentes, la pasión de Elizabeth Smart por un hombre casado del que se enamoraría incluso antes de conocerlo personalmente. Con aquel amante tuvo Smart varios hijos, de los que tendría que ocuparse, sola, en los años siguientes a la Segunda Guerra Mundial...
Esa segunda parte de su vida es la que narra en Los pícaros y los canallas van al cielo, publicado más de treinta años después de su anterior novela autobiográfica, pero escrito con el mismo poderoso lenguaje. «No hay gas; no hay calefacción; apenas hay comida.» Así comienza esta historia, el «escenario del drama», en el que otras mujeres de rostros crispados, también sin maridos, abofetean a sus niños en busca de alivio. Largas colas para abastecerse, miseria en las miradas, las ruinas de la guerra? Y en medio de todo ello, ¿ha llegado la hora del arrepentimiento, de la expiación?
Una novela hermosa y perturbadora.